Toda la tarde
Toda la tarde las sombras han estado construyendo
una ciudad propia de las calles,
corrigiendo con cuidado las perspectivas
con diagonales oscuras, y reduciendo
veredas a plataformas, franjas de luminosas
escalerillas, como si fuera un barco
esta contra-ciudad. Pero los inclinados, negros
encabalgamientos como escaleras para asalto
trepan a las fachadas y las atan a la tierra,
confunden salidas para incendio que ya están enredadas
en vapuleadas ambigüedades. Tocas
las movedizas formas para saber cuál sitio es cuál
y te tiznas un dedo con ceniza del tiempo
que sopla a través de ambas, la sombra en la penumbra
y en la luz, que recorre los caminos
para agujerear las paredes, elevarse por patio y escalera
y deslustrar el pináculo azteca del Chrysler.
Desde la autopista
Las gaviotas se amontonan para comer de la basura
que se descarga, camión por camión,
sobre un montículo que tres carreteras
han aislado:
cuando las semillas se hundan y se enreden
este abono movedizo donde las gaviotas
rebuscan el sustento invernal
se transformará en cerro -para los halcones
un terreno de caza, pero no tendrá nombre:
jamás nadie irá allí. ¿Cómo
lo recuperaremos, una forma que nos pertenezca?
Ya que no engendrará fantasmas
sino sólo -bajo la zambullida e inspección
de las alas del halcón- los huesos de pequeñas presas,
su resplandor de sodio en las tardes de invierno
inaccesible como el Edén...
San Carlo Al Catinari
Una orquesta de ángeles
aletea en la piedra
y se posa en el borde
del domo, entonando alabanzas
en honor de Santa Cecilia.
Admiro, sí, esta escena
extendida sobre mis ojos
por su solidez: tales
presencias no son sombras
sino carne y piedra interanimadas.
Y si fuéramos ángeles
podríamos oír, sin duda,
su música silente,
hecha cuerpo
en la sustancia de otra esfera...
Una esfera que los sentidos
penetran, aunque raramente,
mientras reúnen pruebas
aún más palpables
del porqué de nuestro deleite.
Pues qué supone el cielo
sino el aumento y cuidado
de nuestras afinadas facultades,
atentas al servicio y la alabanza,
hechas a semejanza de aquel alto consorte.
A Vasko Popa en Roma
"Me desagrada Roma", comentaste en francés,
"con su orgullo imperial". Pero tú eras
el menos imperioso de los hombres, en verso
y en persona. Nos vimos sólo en otra ocasión,
y parecía claro que tus días estaban
contados, vida y muerte en un terco desfile
de cigarrillos. "Como un príncipe exiliado",
decían, mas la imagen no casaba con alguien
insensible al imperio. Te habías exiliado, sí, pero
de ti mismo,
arrumbando ironías y entusiasmos perplejos,
buscando un equilibrio casi físico
-tu cuerpo propendía a la gordura-
entre el rigor francés y el exceso italiano,
mientras nuestro intercambio mezclaba los idiomas
en busca de palabras capaces de expresar
el placer del encuentro. Y ya que hablo de príncipes...
recuerdo haberte oído, "Me han dicho que
Ted Hughes",
(medianoche en el parque de los Borgia)
"vive como un príncipe". "Es cierto", repliqué,
"si la hospitalidad está en sus planes,
y si eres su invitado o su amigo, eres tú
quien vive como tal". Con paso concertado,
abominando
de la melancolía que engendran las ciudades
-nada omite su generosidad-
extraías tu angustia de un filón de riquezas
a punto de agotarse. Hoy, de regreso a Roma,
me es fácil suponer tu acuerdo si dijera
que la ciudad compensa con creces su arrogancia,
tal es su resplandor, semejante al bramido
que la fuente de Trevi esparce por las calles:
y que tales estratos de agua y piedra tallada
-metamorfosis sobre tierra firme- son otra
forma de poesía, y nosotros los huéspedes
de la imaginación. Mas la imaginación propone
lo que no necesita demostrar y, también,
más allá de los hechos y las palabras, lo imposible:
bajo la luz y el aire del otoño romano
ya nunca cruzaremos juntos este paseo.
Diciembre
Constancia de la escarcha, cada vez
más blanca, más helada. Parecía
que el fulgor salino de los cristales
hubiera transformado la esencia de las cosas
al cubrirlas: tus pasos cruzaban aquel mundo
como si de un momento a otro fuera a romper
en campanas de vidrio, o en helados vibráfonos,
y la luz golpeaba las colinas inermes
y les daba relieve: alineados
en lo blanco, los árboles mostraban
nervios de taracea, mínimos, irreales,
y el sol daba de pleno en su leve armadura
que pronto, en una sola tarde, se desharía.